Desde la antigüedad se dejaban crecer la barba de forma generalizada tanto los griegos como los romanos. Fue Alejandro Magno quien impuso el rasurado del rostro en los primeros. Por su parte, los ciudadanos de Roma adoptaron esa moda ciento cincuenta años más tarde. Titus Quinctius Flaminus sale con barba en sus monedas proconsulares en los primeros años del siglo II a.d.C. Durante la generación posterior ya son muchos menos los romanos que la llevaban. Siempre eran los emperadores y los máximos mandatarios los que imponían la estética de la época. Escipión Emiliano se hacía afeitar todos los días. Cuarenta años después ese hábito estaba extendido de forma universal en la sociedad romana. Sila, Julio César, Augusto continuaron imponiendo esa costumbre. El afeitado era diario y solo se dejaba de hacer como forma de expresión de alguna desgracia. (César no lo hizo el día en que los eburones aniquilaron a sus lugartenientes, Antonino, después de su derrota en Módena, Augusto cuando supo de la noticia del desastre de Varus).
El barbero de ese tiempo era el llamado tonsor. Nadie se afeitaba solo. Las clases altas lo tenían a su servicio permanente en el hogar. Allí se encargaban del aseo personal, barba y cabello de sus amos (cura corporis) Pero había otros que se establecían en las tonstrinas, un equivalente a las actuales peluquerías y barberías. Éstas constituían un mentidero, un punto de cita, lugar donde se despachaban asuntos de todo tipo. Las tarifas del tonsor eran muy elevadas. Para las clases más humildes había tonsores menos cualificados que realizaban su trabajo en plena calle, con precios, evidentemente, mucho más económicos.
La cuchillas barberas eran de hierro, no se usaba ninguna sustancia, ni espuma, ni crema lubricante. Simplemente se remojaba la cara con agua.
El primer afeitado de la vida de un joven constituía un acto social de una gran trascendencia cuya celebración daba lugar a una ceremonia religiosa : la depositio barbae. Pasada cierta edad, y a no ser que se tratara de un soldado o de un filósosfo, estaba mal visto retrasar dicho ritual.Los barberos más reputados tenían fama de una lentitud desesperante. En cambio, la actividad de tonsores más rápidos y económicos llevaba aparejada, en muchos casos, la ejecución de auténticas carnicerías en los rostros de los ciudadanos más humildes y menos pudientes.
A principios del siglo II los romanos comenzaron a cansarse del afeitado y cuando el emperador Adriano se dejó la barba rizada con la que aparece en monedas, bustos y estatuas, fue entusiasta la forma con que acogió la población la nueva estética. Marcó tendencia e impuso la moda de los rostros barbados. Nadie echó en falta la costumbre del afeitado diario...
(Texto: Mariano López- Acosta)
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